sábado, 7 de julio de 2012

Con los Difuntos y Agonizantes

A Florencio Nullo lo conocimos hace dos años, haciendo taller juntos. Con él aprendí el significado verdadero de la metonimia. Cada una de sus ornamentadas frases, sus pausas prosódicas, sus adjetivos rimbombantes y sus cadencias obsesivas ejemplificaba soberbiamente toda su personalidad.


Florencio creía en portar sombrero en cualquier estación del año y en saludar diciendo Buenas Tardes si se encontraba con un grupo de personas. Como nosotros éramos un grupo de personas, todas nuestras tardes fueron apostrofadas con los mejores deseos de Florencio Nullo.

Nos reuníamos cada semana a discutir nuestros traspiés de textos breves y torpes tratando de aparearlos con teorías conocidas o al menos con otras obras literarias más célebres y así tener la excusa de cambiar de tema. Nos entreteníamos, al compás de las charlas, comiendo bizcochos y vigilando la meticulosa y arbitraria distribución del mate. Todo era bastante tedioso, pero seguíamos juntándonos empacadamente por una sola razón. De a intervalos, llegaba el día en que teníamos que leer un texto que Florencio Nullo había escrito.

¡Ah! ¡Qué deleite!

Antes del encuentro, sufríamos días enteros; nos arrancábamos los capilares y rechinábamos los dientes al develar el texto de incomparable articulación poética ante nuestros ojos. ¿Cómo era un ser humano capaz de escribir así? Nos mirábamos los unos a los otros con desazón; nosotros no podríamos igualarlo jamás. ¡Qué agudeza! ¡Qué exquisita percepción! Florencio nos dejaba jadeando de admiración y de envidia; y cuando lo veíamos en el taller, no sabíamos si saludarlo o hincarnos de rodillas para que nos deseara las mejores tardes de nuestras vidas. Él seguramente tenía ese poder. Queríamos besar el camino que describían sus pasos desde la puerta de calle hasta su silla de plástico, queríamos prestarle la lapicera si se la había olvidado, manipulábamos impunemente la ronda del mate de modo que el cebador quedara a su izquierda y Florencia fuera el primero en tomar.

Además de hacernos sentir desesperanzadoramente inferiores, pero sin crueldad, Florencio Nullo nos prestaba libros. Todo el tiempo. Parecía comprarlos al por mayor y siempre nos alentaba a que leyéramos de a miles.

En una ocasión, pudo haber sido una charla post- taller en la vereda, Florencio se dirigió a mí para saber qué me gustaba leer. Yo le conté sobre mi preferencia por los autores clásicos. También los difuntos.

- ¡Qué particularidad! ¿Sólo los textos que llegan desde la ultratumba?

- Y, al menos los que compro yo están todos muertos. Los vivos que leí:

Capelli, Selci, Katchadgian, Rubio, me los prestaste todos vos.

Se rió con aire de madurez y se fue caminando hasta la esquina, solo y espléndido. Al la semana siguiente, estábamos todos juntos en la librería La Estrella, dispersos y borrachos de títulos y tapas. Nadie hablaba con nadie; a ninguno de nosotros se le habría ocurrido. Florencio se asomó por detrás de mi hombro y me miró agarrar “Los Pichiciegos”

- ¿Piensa comprarlo?- Siempre nos trataba de usted.

- ¿Sabés que sí? Me cansé de los vivos prestados.

- Pues entonces: enhorabuena!

La cara de mis cofrades talleristas la semana siguiente reflejaba

apesadumbramiento. Algunos cabeceaban que no era justo. Miré las notas obituarias en los diarios que tenían en la mano y creí que Florencio Nullo me guiñaba un ojo. Una gran pérdida para la literatura argentina, y yo justo me había comprado un libro de él.

Como se acercaban las vacaciones de invierno, compré una lectura amena para pasar esos quince días al abrigo de algo picante: “Wasabi”. Como no pasa con la mayoría de los autores, a este yo le conocía la cara. Lo veía todos los miércoles presentando películas en I-sat. Y un buen día, me llamó la atención no verlo más introduciendo el ciclo, sentado al costado de una avenida con aire arrogante y pacato. En el taller se comentó la tragedia pero muy superficialmente; nadie le tenía tanta simpatía como para hacerlo extensivo o lacrimoso.

Seguíamos escribiendo, a pesar de todo. Éramos excelentes talleristas. Arrebatábamos momentos enclaustrados a nuestras tareas diurnas, nos afanábamos en usar cada segundo de nuestras vidas para escribir, llamábamos a nuestros amantes por los nombres de algún personaje que habíamos inventado y nos sobrevenían complejísimas vicisitudes a causa de nuestra obsesión literaria. Dimos la vida y la cordura por las letras; nos encontrábamos inmersos en mundos que habíamos creado una tarde de modorra frente a la pantalla, y de golpe, nos costaba diferenciar los referentes reales de las sombras que habíamos nombrado parecido para camuflarlas en un texto. Era la idea misma del paraíso.

Como era de esperarse, después de un tiempo prudencial en el taller, Florencio Nullo fue publicado. Un editor grisáceo, harto de leer pueriles intentos de novelas, fue a dar con un borrador de Florencia Nullo y quedó prendado de su cadencia obsesiva, sus ornamentos intrincados, sus sinestesias y de su vocabulario docto.

Cuando Florencio lo anunció, después de habernos deseado Buenas Tardes, aplaudimos de compromiso e intercambiando miradas de Ya lo Sabía. Porque no era ningún mérito. Era obvio: Florencio Nullo había nacido para ser publicado. Predeciblemente, se organizó una presentación en la librería La Estrella, que casualmente tenía alguna clase de arreglo con la editorial que había publicado a Florencio Nullo. Ese nombre pertenecía a un estante. Yo quería que fuera el mío.

Todos los talleristas estábamos ahí, escudados detrás de vasos de vino y lanzando miradas de orgullo a Florencio, que navegaba en un mar de intelectuales, mezquinándoles agudos comentarios diestramente coordinados. Unas horas más tarde, se acercó al taller. Todos nos atropellamos por tartamudearle una felicitación, y de súbito nos quedamos callados. Entonces yo decidí romper el acalambrado momento y dije:

- Voy a comprar uno de tus libros, así me lo llevo a casa autografiado.

Me dirigí hacía la caja, blandiendo un ejemplar de su opus. Se leía en la tapa

su nombre ilustre, con trompetas de fondo cada vez que alguien lo nombraba: Florencio Nullo.

Desde la caja, vi que mis compañeros dialogaban agitadamente mirando hacia donde yo estaba. ¿Me había olvidado de subirme el cierre? Me cercioré. No era eso. Gesticulaban, urgidos por alguna cuestión inescrutable desde donde yo los miraba. La asistente, detrás del mostrador, puso la copia del libro de Florencio en una bolsa. La agarré y no pude resistir la tentación de sacar el libro, acariciarle la tapa y olerlo. ¡Qué honor! Busqué mi billetera, y mientras extendía el brazo para que el dinero sea de más fácil alcance para la asistente, rastreé a Florencio con los ojos. Ahí estaba, parado junto a mis compañeros del taller. Le sonreí para brindarle toda mi lealtad de lectora. Pero no me devolvió la sonrisa. En cambio, lo vi volverse más pálido.

En cuanto la asistente me dijo Gracias y depositó el vuelto en la palma de mi mano, Florencio se desplomó sobre el suelo de la librería. El acto constituyó que Florencio Nullo perteneciera, de ahí en más, a mi biblioteca y, por lo tanto, al área de los difuntos. (2012)



sábado, 11 de septiembre de 2010

No sé quién va a leer esto

Yo no sé quién va a leer esto. Y ese es el miedo más común entre escritores. Por suerte yo tengo un grupo de gente amiga que lee mis cosas aunque no quiera. Pero quiero contar una cosa que no es un cuento. Es verdad. Dos cuentos de los que están acá, Tracking(her down), everyone’s favourite, y Mía, que ya lo odio, ganaron una especie de concurso. Me negué a pagar por el premio (la publicación)- ahí está el gancho- , pero la editora me pidió por favor si podía incluirlos en la antología con los demás “ganadores”.
Estuvieron listas las antologías. Hace semanas. Recién hoy- diluvio y casi piedras- pude ir a buscar unas copias para comprarlas. Sí, compré mi propio libro, porque al no haber pagado el “premio”, no me correspondía ninguna copia. Entonces me encaminé hacia una dirección, que yo creía era una editorial, y no. No era una oficina llena de libros y rollos de papel en el piso, que es mi idea de editorial. Era una casa suntuosa y adornada con antigüedades. Llena de libros y rollos de papel en el piso.
La editora me abrió la puerta y me dio mi certificado de mención de honor, o alguna adulación similar, y así adquirí las copias de la antología.
Quise hacer muchas preguntas- ¿Cómo planea hacer circular estos libros? ¿Usted va a seguir organizando concursos?- pero sólo había una que importaba. ¿Quién va a leer estos libros?
Una cantidad insana de libros formando una escalera descansaban en compañía de los sillones en la sala de la editora. Y eran un montón. Y hacía mucho tiempo yo creo que estaban ahí. Si a cada autor que sí haya pagado le corresponden unas cuantas copias, había dos opciones: o los autores se olvidaron, o en realidad había más copias que las necesarias.
Volví en el 29, casi a nado, con las copias y el diploma en la cartera. Y cuando cuente esto, muchos pensarán, qué bien, ya estas publicada, en un libro de papel – que es mucho para cualquier autor. ¿Y dónde se pueden comprar esos libros? Esa es una buena pregunta. Por ahora, la respuesta es: en el living de una señora que vive en Jean Jaures y otras tantas. (2010)

lunes, 31 de mayo de 2010

Juan Carlos

Juan Carlos siempre estaba contento con lo que quedaba en la panadería y nunca se quejaba si el colectivo pasaba de largo. Esa tarde de noviembre, el ánimo de Juan Carlos estaba especialmente elevado porque había salido más temprano de la imprenta de su padre - donde lo instaban a atender el teléfono y a sellar papeles que ya tenían sello, y además le pedían que fuera urgente a cualquier lado si estaban recibiendo a un cliente importante- y todavía las veredas estaban doradas de sol. Entonces, Juan Carlos decidió que tal vez era una buena idea ir a caminar por Corrientes a perder ese tiempo que sabría mejor cómo emplear si tuviera a alguien que lo esperara en casa; pero como ese no era el caso, se internó en una librería que vendía obras de invaluable ingenio y originalidad a costos despreciables.
Primero miró las mesas cubiertas de ediciones de clásicos, como para cumplir con los grandes, y luego de su ceremonia se internó en los estantes polvorientos de los que ni los empleados del local se acuerdan. Ese olor a papel a punto de mutar en polvo lo transportaba a sus años de adolescente; cuando aprovechando que los chicos de la barra junto con sus hermanos lo perseguían por alguna apuesta perdida o una mala jugada en la canchita de la esquina, él se escondía en la biblioteca, donde jamás se atreverían a entrar. Y allí conoció un sinfín de almas solitarias que a pesar de no tener pares – sobrevaluados, endiosados pares- eran dignos de odas enteras y aventuras inigualables, amen de la nota trágica de su existencia: Ahab, Clarissa Dalloway, Edna Pontellier, Florentino Ariza, Singer y Fredo Corleone, entre otros héroes incomprendidos que llenaban los estantes olvidados de la biblioteca municipal de su barrio, a la que mantenía viva una cooperadora vetusta con miembros agonizantes.
Mientras avanzaba hacia su estante preferido, descubrió un banquito de madera bajo una pila de discos de vinilo. Se imaginó que a nadie le molestaría que él tomara ese banquito por unos momentos para sentarse mientras miraba los libros, ya que su cadera no era la de antes y pasar mucho tiempo agachado a la larga le terminaba saliendo caro. Dejó la pila de vinilos en el piso junto a la pared para que nadie los pateara, y cuando se agachó para mover el banquito, una fuerza en sentido contrario lo detuvo. Miró hacia arriba y vio que una mujer de unos 30 años había tenido la misma idea que él.
- Disculpe, señor, - dijo ella- pensé que no iba a usar este
banquito.
- Pero por favor, señorita, tómelo usted!- se indignó Juan Carlos
que no concebiría jamás que una mujer se quedara parada mientras él gozara de asiento, y estuviera dentro de sus posibilidades cedérselo.
- No, está bien; igual no me iba a quedar mucho.
La señorita en cuestión se llamaba Cora, y le contó que al igual que
él, había salido temprano del trabajo.
- Yo no tengo necesidad de sentarme, señor. Es obvio que usted lo
necesita más que yo.
Aunque a Juan Carlos le dolía como una puñalada que ella lo llamara “señor”, no dejó de ser amable y se animó a seguir con la charla.
Cora tenía un gato, y sin dar tiempo a que Juan Carlos le preguntara, explicó ciertas verdades sobre él.
- Mi gato, Guiraldes, siempre se me adelanta para elegir la silla
donde se quiere sentar. Usted me hizo acordar a él recién.
Juan Carlos sonrió y le hizo una pregunta que no tuviera nada que
ver con gatos, a ver cómo se las arreglaba Cora. Ella contestó enseguida.
- Vivo en Once. Pero trabajo en Flores. No me queda tan lejos.
- Yo viví un tiempo en Flores, pero me mudé a Almagro después de
que terminamos el colegio.
- Pero usted debe haber terminado el colegio hace décadas. Me
extraña que ese evento siga siendo un marcador con respecto a las etapas de su vida.
- Ah, eso, querida, debe ser porque cuando terminé el colegio me vi
libre para ser como yo realmente era, sin miedo a los chicos malos.
La charla se había tornado tan profunda para que se llevara a cabo en el pasillo angosto de una librería de Corrientes, que después de haber obstruido el paso de innumerables clientes por casi una hora, decidieron salir a la calle.
- ¿Le gustaría tomar un vermouth? – preguntó Juan Carlos, sólo
para ser amable, y convenciéndose de antemano que muy posiblemente la respuesta sea no. Él tenía ganas de un Cinzano a esa hora, así que ya había decidido que si ella se negaba, él iría solo.
- ¿Qué es un vermouth?
No hizo falta contestar, porque Cora había desaparecido. Sin
preámbulos, sólo así de la nada. Se le fueron las ganas de tomar el vermouth, y caminó solo a su casa, sintiendo una mezcla de desazón y alegría tonta por haber conocido a alguien tan particular. Una pregunta con ganas de ser contestada flotaba en el aire. Singer se habría sentido igual.


Exactamente una semana más tarde, en la puerta de la confitería San Carlos, Cora apareció otra vez, sonriente, queriendo saber qué era un vermouth. Juan Carlos la miró extrañado pero entusiasmado porque era justamente lo que él quería tomar en ese momento.
- Un aperitivo, acompañado de cositas, para picar. No sé, o lo que
usted prefiera tomar a esta hora. – Juan Carlos ya estaba cediendo su preferencia, en pos de llegar a un acuerdo que le permitiera pasar algo de tiempo con Cora. Una muy mala costumbre; porque es señal de debilidad y falta de amor propio postergar las ganas por querer complacer a un extraño.
- Bueno, está bien. Vamos a ver qué tal es ese “vermouth”
del que usted habla.
Una vez sentados a la mesa, se les acercó el mozo.
- Dos Cinzanos con soda y unos ingredientes, por favor.
- ¿Les armo una picada?
- Si es tan amable el caballero.
Cora sonreía desmesuradamente, apoyando el mentón sobre una
mano. Su flequillo castaño iba de un lado al otro, a merced de la brisa que entraba por la ventana, y se mordía el labio inferior: señal inequívoca de fascinación. Juan Carlos se acomodó en la silla varias veces, quiso doblar una servilleta y ponerla abajo de una de las patas de la mesa que parecía ser más corta que las demás. Probó una tras otra, y siempre la mesa seguía inclinada perturbando el buen orden de los elementos que iba disponiendo el mozo sobre ella.
- Debe ser el piso. Alguna baldosa que está mal nivelada. – Dijo
Cora, por un lado para que Juan Carlos dejara aquella empresa sin objeto, y por otro para expresar su opinión.
- Señorita, tiene usted muchísima razón. – Juan Carlos tomó el
sifón y le sirvió soda en su vaso. – Y le digo más. No sólo usted tiene razón, sino que me expresó su opinión -que es claramente contraria a la mía, porque yo pensé que el problema era la mesa- de una manera tan amable, que aunque no tuviera razón, se la habría dado. Porque se la merece.
Cora parecía conmovida. Podría estar asustada o confundida, pero por suerte sonrió aún más. Juan Carlos se sintió alentado a seguir explicando.
- Cualquiera de mis hermanos me habría considerado estúpido y
criticado lo que hacía. Es desgraciadamente una tradición familiar el hecho de que ellos tienen un temperamento más avasallante que el mío, y por lo tanto, siempre tienen razón.
- Pero eso es una incoherencia.
- Vaya usted a explicárselo a casi 45 años de tradición familiar.
Cora dejó de mirarlo por un momento para bajar los ojos pensativamente. Ese silencio triunfal le daba la razón a Juan Carlos.
- Es difícil hacer cambiar a los demás. Todas las noches Guiraldes
se agarra el sofá de dos cuerpos y no hay manera de sacarlo de ahí. Y mire que he tratado de hablarle…
- Me imagino.- la vista de Juan Carlos se perdió por la ventana y
sólo el movimiento del mozo trayendo más ingredientes de copetín lo trajo a la realidad.
- Me encantan las aceitunas.
- A Guiraldes también! Se vuelve loco!
- Entonces su gato debe ser muy inteligente. Es una verdad
indiscutida que si a un gato se le da plata, lo primero que va a comprar son aceitunas.
Cora abrió los ojos desmesuradamente.
- Usted es una persona tan sabia. Pero a veces no entiendo alginas cosas de usted. Por ejemplo, porqué el fin de la secundaria marca etapas en su vida.
Como si hubiera estado esperando que Cora dijera algo así, Juan
Carlos respondió sin inmutarse.
- Mientras que para todos, la secundaria es el semillero de amistad
y de momentos inolvidables más idílico de la vida, para mí es sólo un mal sueño. No la pasé muy bien. Nunca pude encontrar pares entre los adolescentes.
- ¿Qué son adolescentes?
A Juan Carlos no se le ocurrió pensar en las conclusiones lógicas de cualquier persona medianamente conectada con la realidad, a saber: a) Me está tomando el pelo, b) Es débil mental, c) Me voy.
Muy por el contrario, Juan Carlos se dispuso a explicar con claridad qué constituía un adolescente. Pero Cora se excusó para ir a saludar a un conocido de ella que pasaba por la calle.
- ¿Me presta esta lapicera? Ya vuelvo.
Y no volvió. Pasaron horas, y Juan Carlos decidió que no podía seguir esperándola. Pidió la cuenta, y caminó hasta su casa. Eso sí, como Ahab, con una lapicera menos.

Un sábado a la mañana, Juan Carlos había tenido que ir urgente a dejarle unos papeles al escribano de confianza de la familia a la calle San Martín, lo cual lo dejaba muy cerca de San Telmo, y ahí andaba husmeando libros en la calle Bolívar cuando una voz lo despertó.
- ¿Qué es un adolescente?
- Básicamente, es una persona que se encuentra en la etapa de la
vida entre la niñez y la adultez, pero las edades varían con la persona, y con las épocas históricas, claro está. En mis tiempos, uno se hacía adulto de golpe cuando terminaba en colegio. – Juan Carlos sólo respondió automáticamente como si todo el curso normal de su vida se hubiera detenido con la última partida inesperada de Cora.
- ¿Y en estos tiempos?
- Bueno, aparentemente, la adolescencia ha tomado rumbos
insondables y se extiende más allá de los límites que plantean los números. Es decir, hay personas que tienen casi 35 años y siguen comportándose como adolescentes.
- ¿Y qué supone comportarse como un adolescente?- preguntó
Cora sin mirarlo y sin dejar de desacomodar cuanto libro tocaba.
- Podría decirse que no asumir responsabilidades, no hacerle caso
al reloj…
- Ah, pero eso es muy vago. Casi todas las personas que conozco
son adolescentes entonces.
- Está bien, está bien, puede que tenga razón. Vamos a ver… voy a
darle datos más específicos. Por ejemplo, si alguien sale de su casa con una media de cada color, y en vez de espantarse y de contar los minutos para volver a casa, se ríe de sí mismo con una pizca de orgullo; eso es un adolescente.
- ¿Y si hace calor para medias? ¿Cómo se mide la adolescencia?
- Ay, señorita, ¿no podríamos ir a sentarnos a algún lado y le sigo
explicando?
Juan Carlos estaba exhausto, pero escuchó con mucho gusto lo que decía Cora mientras se acercaban al bar La Poesía. Mientras tanto, trataba de ordenar en su cabeza las características de un adolescente, haciéndolas sonar lo más simples posible.
- Ahora estamos todos revolucionados en casa, - relataba Cora-
porque está por venir el Primo Nobel.
- ¿El Primo Nobel?
- Sí, es el hijo del hermano de mi madre. Es una persona muy
importante, y toda la familia busca impresionarlo con muestras de inteligencia.
- Pero mire usted qué curioso.
- Si, entonces, no es raro ver a todos mis parientes memorizando
versos ilustres, fórmulas complicadísimas o datos curiosos sobre la naturaleza.
- ¿Y usted con qué busca impresionar a su Primo Nobel?
- No sé. Tal vez si usted me explicara lo de los adolescentes, yo
podría usar ese conocimiento.
- Yo me imagino que su Primo Nobel debe saber lo que es un
adolescente. De hecho, todos fuimos adolescentes alguna vez.
- ¿En serio?
- Bueno, algunos por más tiempo que otros. De hecho, quien lleve
sus sueños e ilusiones en alto, sin importar cuán improbables o ilógicas puedan resultarles a los demás; eso es un adolescente. – Juan Carlos declaró triunfalmente y se dispuso a tomar su café que se estaba enfriando.
- ¿Eso es todo? ¡Entonces yo soy una adolescente!
- Bueno, además hay algunas cuestiones madurativas.- dijo Juan
Carlos, dándose vuelta para llamar la atención del mozo.- Yo le dí la definición romántica de lo que es …- Pero cuando volvió a mirar en dirección a Cora, ella ya no estaba ahí sentada. Otra vez se había esfumado, pero esta vez no vio para dónde se había ido.
Navegó solo en esa mesa, por una hora más, sabiendo que se venía el fin. Porque esta vez, Cora no había formulado una pregunta antes de que se la tragara el aire. Este iba a ser un fin solitario. No se le ocurría con qué pretexto volvería Cora a querer compartir su tiempo con él. Tenía que admitir que no se lo quería en ese lugar; como a Fredo en su bote.



Un domingo, después de un fastuoso y acalorado almuerzo familiar, Juan Carlos se perdió por las callecitas de Palermo Viejo buscando una bufanda, porque ya se venía el invierno. Cuando se hubo cansado de confundirse entre géneros y lanas, auspiciados por sonrientes vendedores, se sentó en un bar a tomar un capuccino.


- ¿Le puedo contar algo que me dijo mi tío?
- No hay mejores cosas que las que dice un tío. - Respondió Juan Carlos con una sonrisa. Cora había vuelto, quizás por cuanto tiempo. Pero lo importante es que, aunque no había habido interrogante previo, Cora se las ingenió para volver a irrumpir en su vida.
- Es el papá del Primo Nobel es el que me dijo esto.
- Ah, el Primo Nobel! ¿Cómo pasó su visita?
- ¡Muy impresionado! Las que más se destacaron fueron mi tía Gina y su hija, la prima Beba, que presentaron la obra Copenhague, improvisada.
- ¿Cómo improvisaron esa obra?
- Se sentaron en la sobre mesa y lo hicieron.
- ¿Pero la habían leído antes?
- ¡No! Las improvisaciones no tienen libreto.
- ¿Y cómo saben que fue justamente Copenhague lo que interpretaron?
- Uff. Usted es lento, eh?- Cora miró al mozo, que se apuró a traerle una carta.- Lo importante es que el Primo Nobel quedó muy contento con la obra, y las felicitó especialmente. Pero…- Y acá Cora levantó su dedo índice para llamar su atención- Conmigo fue con quién pasó más tiempo.
- Ah, pero qué bien. La felicito.
- Sí, y a propósito de eso, mi tío me dijo algo que es lo que yo le quería contar.
- A ver…
- Me dijo que el Primo Nobel pasa tanto tiempo conmigo porque le gustan mis preguntas. Y además, él tiene todas las respuestas y le gusta alardear.
- Me parece muy cierto lo que dijo su tío. Yo también creo que sus preguntas encierran cosas inesperadas.- Juan Carlos la miró pedirle al mozo un té, y trató de hacer contacto visual.
- ¿Por qué cree usted que yo hago buenas preguntas?
La mirada punzante de Cora lo hizo sentir un poco incómodo. Buscando en su mente una respuesta adecuada miró por la ventana y en su divagar no se dio cuenta de que Cora había terminado de formular una pregunta. Y cuando volvió a la realidad, con una respuesta a medio armar, ella se había esfumado. El vapor del té dibujaba arabescos en el aire que debería estar ocupado por ella. No pagó la cuenta hasta que el té estuvo frío. Esperó sin objeto, pero por obstinación y tal vez por cábala. Como Florentino a un ser apellidado Daza.

Una tarde cualquiera, perdiendo la noción del tiempo en la sala, a esa hora en la que las lámparas de pié deben prenderse, pero no está tan oscuro como para prender las arañas, Juan Carlos resolvía un crucigrama. Y de pronto, sin hacerle caso al 5 vertical: Lago de Hyde Park de forma alargada, sintió una urgencia sorda de bajar hasta la puerta de entrada. Una vez que cruzó el umbral de su puerta la vio. Cora estaba sentada en la plaza de enfrente, mirándolo fijo.
Corrió sobre las líneas peatonales, y se sentó al lado de ella.
Ni la saludó.
- Sus preguntas son una inspiración para seguir pensando. Por eso
son tan buenas.
Caminaron un rato por la plaza, mientras las sombras se arrastraban sobre el césped y lo teñían de noche. (2010)

jueves, 17 de septiembre de 2009

Voces

Puedo perdonarte la década infame cubierta de noche oscura y salpicada por estrellas de felicidad esporádica que simboliza el tiempo que te amé sin parangón. Ahora, que te hayas olvidado de mi cumpleaños, ah no! Eso de ninguna manera puedo permitirlo.



Listo, si ya lo había escrito, como siempre le dictaban las voces dentro de su cabeza, no tenía más que hacer que bajar la tapa del inodoro, cerrar la puerta del baño, fijarse que las luces estuvieran apagadas, y meter la cabeza adentro del horno.

Sonó el teléfono. Antes de contestarle a las voces por qué lo atendía, sacó la cabeza del horno y lo atendió.

¿Ahora llama? Tarde.

Es que había partido y jugaba su equipo. Por más que encontrara que los partidos no cumplían ninguna función, era bueno saber que existían porque de alguna manera los hombres están siempre pensando en algo.

Tarde

Desde el otro lado de la línea él le estaba pidiendo perdón de todos los colores.

El muy ruin siempre encuentra una segunda oportunidad. ¿Cuántas segundas oportunidades le había dado ya?

Eso era lo que ella esperaba.

Excusas.

Ruin.



Colgó con los ojos nublados de lágrimas y una sonrisa sonsa.

Acalló esas voces entrometidas en su cabeza, y se preocupó más por lo que pasaba fuera de su cabeza, especialmente en su pelo, que hoy no tenía forma de nada. Claro, si lo había metido adentro del horno. Cubrió la expresión de sus ojos con rimel y delineó lo que era mentira en ellos con mucho negro. Eligió tres combinaciones de prendas diferentes y bailó adelante del espejo, modelándolas, hasta que fuera la hora de verlo y de simular que estaba satisfecha. De simularlo ante él y de convencerse a ella misma.

Soy feliz, soy feliz, no podría estar mejor.

Así se canta la vida en cuanto uno se descubre cuesta abajo.(2009)

domingo, 19 de julio de 2009

Duda

Decidí que las pilas de mis anteojos se habían acabado. Ya no discernía bien y los bordes se tornaban borrosos. Y justamente esa mañana lo vi. Le adjudiqué características erróneas. Pero, ¿y si le cambiaba las pilas a mis anteojos y ya la visión verdadera de las cosas se presentaba, iba él a seguir representando un anhelo más allá de la razón?
Si racionalizo el porqué del deseo irrefrenable hacia él, lo más probable es que desaparezca tal urgencia, ya que cualquier impulso se hace añicos al impactar contra un pensamiento racional. Por lo tanto, si quiero seguir sometiéndome a sus encantos bajo los efectos de su presencia narcótica, debo reconocer que mi percepción del mundo está fuera de foco? (2009)

jueves, 9 de julio de 2009

Bífido.

Listo, le voy a dar este libro, que es lo que me pidió, sin ánimos de segundas intenciones, y nada más. Le voy a regalar una sonrisa, de esas que muestran todos mis dientes, y yo sé que le gustan, porque me mira mucho más concentrada cuando sonrío así. Y nada más. Van a ser 10 minutos como mucho. Y después vamos a volver a ser lo que solíamos ser. Ella mucho más experimentada, envuelta en un halo de misterio, y yo, todo por descubrir, apostándole a lo viejo conocido.
Voy a tocar el portero y me va a atender. Subí. ¿Y si me abre desde arriba y me dice que suba? Voy a tener que enfrentarme a la boca socarrona del ascensor y dejar que su espejo me refleje inseguro y desarmado para una batalla que no tenía planeada. Blandiendo un libro como único escudo, estandarte, excusa.
El vértigo en el pasillo largo y las líneas enceradas del piso me van a marcar un destino ineludible. Tocar otro timbre, sabiendo que ya se está próximo a caer en la trampa. Yo no quería esto. Yo sólo quería prestarle este libro que ella pidió; que en realidad yo le ofrecí y ella aceptó. Entro al living.
Una calidez inesperada me envuelve y no sé muy bien dónde estoy parado. Me siento, entonces. El libro deja de ser un aliado para convertirse en parte del mobiliario que nos rodea.
Sin saber cómo, se presentan vasos llenos de cerveza, diálogo cómodo, miradas que descansan en los ojos del otro.
Una locura. Lo sé, lo internalizo. Esto es una locura. Sus ojos calmos me llevan a perderme allá donde mis códigos pierden sentido. ¿Y por qué no? parece reinar sobre todas las cosas.
Se cuela en nuestra charla…
En la avenida Caseros hay unos restós nuevos, cocina de autor. Divinos. Eso si queres seducir a alguna sujeta.
Restós?
Si, esos lugares en los que te reciben con una copa.
Cuando decís copa, a qué índole de copa te estás refiriendo?
Sólo hay una clase de copa en esos lugares.
¿Puedo decirte una locura?

Me despego de mi cuerpo y me veo levantándome de la silla y caminado por todo su living, con las manos en la cabeza. Es que si te lo digo, voy a quedar como un idiota.
Estoy muy intrigada…
No puedo, no puedo. Dejá, olvidate, es una locura.
Mirá, no me lo digas. Escribilo en este papel. Si a mí me parece una locura, lo tiro y lo olvidamos.
¿Y si no?
Te respondo en el mismo papel.


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Hoy no va a pasar nada. Esa premisa es todo lo que importa cuando se está impaciente. Hoy no se va a dar. Las cartas estarán echadas, las llamadas hechas, todos los requisitos cumplidos, pero eso no va a suceder. No importa que yo lo haya invitado, no importa que le haya sugerido querer verlo con una excusa tangible y poco valedera. Voy a sentarme delante de él. Voy a cruzar las piernas, me voy a respaldar en mi sillón marrón y voy a explicarle que esta noche no es la noche, independientemente de lo que mis ojos le indiquen. Él va a entender. Es tan inocente. Esos ojos no saben mentir aún, él todavía no aprendió el arte de las respuestas condicionadas. Y va a tener que acatar mis reglas, porque en lo que va de nuestra relación, siempre tuvo que hacerlo.
Hasta me di el lujo de retarlo alguna vez. Miles de veces jugué mi carta de persona estricta e inflexible para que él se doblegara. Esa es la faceta de mí que conoce, y no es momento aún de que conozca otra. Hoy sólo me voy a deleitar viéndolo probar mis sillones y mis discos, husmeando entre mis libros y luciendo un cuerpo perturbador pero agobiante al mismo tiempo. Voy a recorrer su sonrisa, el contorno de sus labios, y si se aventura a tocarme, no lo voy a permitir. Parece que tengo la situación bajo control. ¿Por qué me sudan las manos entonces? Debe estar por llegar en cualquier momento. Mejor me cambio estas zapatillas, y… suena el timbre.

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Me tienta poder escribir y dejar todas mis dudas en el campo de lo inefable. Si está escrito, no hace falta que nadie lo diga. Ella es tan comprensiva, tan didáctica. Me deja de dar miedo confesar algo tan febril que se hace cada vez más comprensible a medida de que sus ojos me invitan a la confianza. Hasta pareciera que quisiese que la tocara. Pero aún no me animo, hay un halo de pureza cubriéndola, una barrera que no puedo envilecer.
Dale, abramos otra. No me la imaginaba tomando tanto. Las distancias parecen acortarse. Cualquier cosa me parece una buena idea ya, como siempre entre la segunda y tercera botella.
Yo desconfiaría del hombre sin patillas. Las patillas siempre son señal de hombría de bien
¿Las patillas de quién?

No tengo idea de qué estábamos hablando, pero es increíblemente fácil seguir la conversación y asentir. Me da risa. Me río. Ella también. Es lindo verla reírse tanto. Acerco mi silla al trono donde ella, sólo ella es reina.

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No tengo códigos ni conmigo misma. Me cuesta no imaginármelo en otra situación. Sus ojos están húmedos con ilusión, mis manos no paran de moverse, describiendo ademanes que suplen la falta de contenido en mis palabras. Lleno el aire de más aire para que la tensión no se note. No puedo confiar en mí. Me miento constantemente y sé que no puedo poner las manos en el fuego por lo que pueda llegar a hacer en el lapso de, digamos, dos horas. Decido seguir el recorrido de sus manos, enormes, que se acomodan el cuello de la camisa, descansan sobre un muslo, tamborilean nerviosamente sobre el borde de la mesa. No logro concentrarme en mi cometido. Una vez más voy a recrear dentro de mi mente como será besarlo. Una de sus manos está muy cerca de una de las mías. Su dedo anular está rozando el dorso de mi mano. Lo miro. Sólo una mirada represora debería bastar. No la retira.
¿Qué haces, nene?

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No lo soporté más. En cuanto me desafió a que no la tocara, algo se encendió dentro de mí. Fueron palabras que me dolieron como el frío en la cara apenas se sale a la calle por la mañana. Hoy no va a pasar nada. Pudo haber sido catalogado como bronca, pero había un elemento de lástima por mí mismo. No entendía porqué ponía ella tanta distancia entre nosotros, si ya nos habíamos reído juntos. ¿Es que esas risas compartidas no habían significado nada? Una vez que librara aquel impulso, la justificación me daría mucha vergüenza.
La tomé del brazo y tiré hacia mí. Su cara de sorpresa fue más estimulante que todo su peso sobre mis piernas. Trató de reírse y de zafarse. No sé de dónde saqué tanta fuerza, pero ella estaba inmóvil en mis brazos y ahora no había vuelta atrás.

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Un demonio. Nunca creí que un nene tan inocente alojara semejantes impulsos dentro de su ser. Y la fuerza con la que me aprisionó es inexplicable. Una energía que bien canalizada podría hacer los placeres… pero no puedo pensar en eso ahora. Sus ojos se inundan de ira y una mueca de perversión se dibuja en sus labios. Se materializa ante mi incrédula mirada la razón de todos mis miedos. Él me maneja a su antojo y dejo de ser dueña de mis movimientos. Ya me canso de gritar, hasta que descubro que mi boca está obstruida y respirar se vuelve trabajoso…

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Dejó de moverse. Sus ojos están fijos en un punto en el infinito. ¿Qué no iba a pasar, eh? Perra, esto y todo. La palabra justificación sobrevuela mi mente, busca aterrizar en algún terreno firme, pero no se lo voy a permitir. Por ahora no, estoy muy ocupado poseyendo todo este reino que se me fue negado por tantos años, toda esta infinidad de mujer eterna que supo establecer límites, pero ya no más. Ya no hay límites. Me engolosino con sus curvas y su cara perfecta. Justificación. No hay. Me va a dar vergüenza admitir que la única manera de poseerla era haciendo esto. Un paso ineludible para el gozo extremo. Una condena me espera, condena de dimensiones despreciables comparada con el placer del que me encuentro prisionero. (2009)

lunes, 11 de mayo de 2009

Lorenzo

Something tells me I don't have to go scavenging in the night for another soul

Ante todo, una se enamora de un nombre. Lore, Lori. Con él pasó exactamente eso. Lorenzo era todo nombre. El sonido de su antigüedad resbalaba por la dulzura que le otorgaba la L inicial, pero se veía interrumpida amablemente por la n en el medio. Sin contar la masculina característica que le daba el hecho de que termine en o, algo que se precia sobremanera en cualquier buen nombre de varón.
Había días en que sólo pronunciar su nombre me llenaba de placer. Ensayaba llamarlo, con su diminutivo, haciéndolo más corto. Era una palabra que se apropiaba de mi lengua y de mis labios y se sentía tan cómoda en la boca. Saboreé su nombre mucho antes de inundarme en la cotidianeidad de sus besos.
El modo en que llegó a mi vida no fue simple. Supe de su nombre y de su existencia años antes de que nos presentaran formalmente e intercambiáramos números de teléfono.
Desde ahí, nada fue convencional. Lorenzo de mi corazón, mi nene hermoso, era- para decirlo de manera rápida y efectiva- raro. Me lo repetía gente de mi entorno. Pero ¿qué importaba si no era lo más conveniente para consolidar un futuro con cimientos duraderos? No necesitaba que eso me lo diera un hombre. Yo sólo encontré en él una manera de detener el tiempo y de que la edad dejara de importar.

De todos modos, me daba cuenta de que mi gente no lo trataba con credulidad ni tomaba en serio a mi dulce Lorenzo, dueño absoluto de mis pensamientos. Mi hombre, al que miraban de reojo y levantando las cejas.
Que usara un vaso para rascarse la cabeza, que no supiera
vestirse o que durmiera en el piso tapado con una alfombra eran gestos que me llenaban de algo parecido a lo que algunos denominan ternura, pero del tipo que lentamente muta hacia la incomprensión. Yo sabía que su modo de vivir adolescente era lo que más me obsesionaba de él. Su habilidad para separar la edad de la práctica. A veces, él era tan idealista que yo sentía ciertas mañanas de domingo que estábamos a kilómetros de distancia abrazados en la cama.
- La revolución comienza desde la más tierna infancia. De hecho,
está presente dentro del folklore pedagógico heredado de nuestros antepasados anarquistas italianos y españoles. Si no me creés, escuchá esto: Aserrín Aserrán, los maderos de San Juan, piden pan, no les dan; piden queso les dan hueso, y les cortan el pescuezo.
- Sí, Lori, estoy familiarizada con la ronda infantil.- Miraba cómo
movía sus labios y ya parecía que había pasado una eternidad sin besarlos.
- Perfecto, a lo que voy es que es claramente una canción de
protesta. Se trata de trabajadores oprimidos que piden condiciones de trabajo dignas y mejoras salariales simbolizadas con artículos de consumo básicos como pan y queso, y sólo obtienen represión y violencia.
- Es una brillante interpretación, Lori. Lo que tendrías que hacer
es cerciorarte de qué área geográfica comprende la citada San Juan, y cuál es su relevancia en el canto.
- Son muchos interrogantes.
- Cuando yo cantaba esa canción en el jardín, no sabía lo que era
pescuezo. No la canté hasta que le pregunté a mi mamá lo que quería decir. – Nunca pude aprehender algo que no entendía.
- Bueno, y dentro de la misma línea de pensamiento, podemos
analizar La Farolera.
- Era una prostituta. – le contesté preguntándome si esta charla iba a durar para siempre.
- Pero se enamora de un coronel, dando a entender que sus
hábitos licenciosos son cambiados por una figura de autoridad sistemática, como es un militar. Entonces el mensaje es: con los militares todo lo malo desaparece.
- Me deslumbrás, Lori.- Pensé que lo mejor era vestirme.
- Y uno anda lo más pancho por ahí cantando La Farolera como si
nada. ¡Y se la enseñamos a los chicos! ¡Y ellos no tienen idea de lo que están cantando! Habría que enseñarles cómo repudiar a aquellas figuras de autoridad prepósteras. – tomó agua, se alborotó el cabello y se fue a sentar arriba del escritorio de mi habitación, con aire pensativo y altanero.
Lorenzo era categórico y ácido, se apasionaba a menudo, y no le temblaba el pulso al garabatear leyendas en las paredes de la facultad; una faena riesgosa e innecesaria para mí, una proeza para él.
Idealista e innovador. Un sueño. ¿Pero podía ser yo partícipe de este sueño? Mi tendencia a ser estructurada no me lo permitía.
A veces nos trenzábamos en miradas interminables, tumbados contra la pared de su cuarto, sin hacer nada. Sólo mirándonos a los ojos por minutos engarzados eternamente. Y era siempre yo quien rompía aquél encanto con la prisa que es inherente al primer beso de la noche. Solía desear que no existiera un beso sin aquél preludio ausente y aquel diáfano perderse en el universo del otro.
Yo sólo quería que él me hiciera su prisionera unas tres veces por semana. Quería malcriarlo, verlo dormir y saberme capaz de despertarlo con la mente. Pero a él parecían importarle otras cosas.
- Hoy voy a vivir como predica Kerouac. Sólo voy a tomar
whiskey, estar con amigos y escuchar jazz al tope.
- ¿Y tomar colectivos que no sabés dónde tienen la terminal?
Mi ser racional lo había parado en seco. Su sonrisa desmesurada
se volvió una mueca lastimosa.
- Desde la mente, quise decir.- Vi cómo cerró los ojos, sombrío.
Tardó en volver a sonreír esa tarde. Traté de retomar el tema.
- Para vivir como, por ejemplo, Dean Moriarty, necesitás tener el
concepto de infinitud frente a vos, pastillas y, principalmente, un auto, Lori.
- Tu conocimiento teórico es filoso. Lastima todo lo que pienso.
No sé si me está haciendo bien.
Me sentí devaluada y vacía. Si yo quería ser tan racional, entonces
tenía que renunciar a su adolescencia.
Ahora camino sola por una calle que a él le habría encantado. Yo
sé que hay fuego detrás de sus ojos pasados de moda, e ideas no natas esperando que les demos un futuro dentro de un divagar ahumado, pero me niego a matar a un ser tan puro con teoría fría. Hace meses que ya no sé nada de él.